Con el correr de los años, desde hace ya demasiado tiempo, el concepto de "patria", gracias a las exageraciones habidas, fue desvaneciéndose hasta pasar a ser vergonzoso o propio de extremistas. Eso pasó entre nosotros y en muchos países: la universalidad enarbolada, gracias a las comunicaciones y a la expansión de los imperios casi redujo el término "patria" al ridículo.
Pero las cosas no son tan así. Al vaciarse las naciones de ese término entrañablemente unificador (casi no es necesario recordar que "patria" significa ´tierra de los padres, tierra sagrada´), los pueblos se vieron desorientados. Recordemos que lo cosmopolita es fruto de una abusiva imaginación del hombre. Los pueblos se unifican por sus símbolos: una bandera, una cultura y un territorio.
Pero vayamos a nosotros. Recordemos que hasta no hace mucho pronunciar la palabra "patria" en un tono un tanto elevado nos llevaba a ser tomados por patrioteros, por exagerados ciudadanos que abusaban de su nacionalidad. Esta situación se prolongó demasiado, y entonces saltamos la valla y nos pusimos en la antipatria, trabajo sistemático en el que todavía estamos empeñados. Nuestro territorio no nos produce nada de orgullo. Todo lo contrario: somos un pozo de irregularidades, bajezas, desórdenes y todo tipo de delitos. Cada conciudadano está, a priori, bajo sospecha; toda acción tiene que tener un trasfondo deleznable, toda frase tiene doble sentido. Así, nos sentimos tranquilos, satisfechos de que nada tenga valor, de que nada sea loable, de que todo esté irremediablemente perdido. De esta manera estamos en paz en medio de la inequidad.
Hemos encontrado el estado ideal del nihilismo: al entrar en esta patria, hemos dejado toda esperanza, toda posibilidad de algo noble.
En las tertulias de intelectuales, en los cafés, en las mesas familiares y, sobre todo, en los programas periodísticos o de cualquier otra índole, es gracioso y, paradójicamente, aun edificante que hablemos mal de nosotros mismos.
Esta práctica lleva ya demasiado tiempo; nos estamos comiendo las entrañas sistemáticamente, luego de destriparnos. Eso no le hace bien a ninguna sociedad, por más canalla que sea.
Así como Plinio decía que hasta en el peor de los libros encontraremos algo valioso, en la peor de las sociedades siempre subyace algo de valor. Tenemos que abandonar esta sistemática práctica que, fuera de la realidad, nos hace sentir cada vez peor y nos hace renegar de nuestro entorno como si estuviéramos en el peor de los infiernos, aunque esto fuera cierto.
Un adolescente alienado mató a varios condiscípulos en Carmen de Patagones. Fue una masacre, algo que hirió a todo el país. Pero también vimos -y nadie lo subrayó- de qué manera pura y sensata declaraban ante las cámaras sus atónitos compañeros sobrevivientes; con qué lenguaje límpido, magníficamente adjetivado, se expresaban esos chicos, habitantes de un rinconcito de la patria. Fue necesario ese drama para que supiéramos que, además de los chicos asesinos que rondan nuestras calles de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires, hay otros chicos, la mayoría, que silenciosamente labran su incierto porvenir en todos los rincones de nuestra patria. También en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires.
Sería bueno, entonces, destacar y recomendar -o, por lo menos, pedir que los consideraran- a todos esos compatriotas, que sin grandes gestos están forjando la patria con sus humildes vidas.
Es espantosa e inadmisible la inequidad que estamos sufriendo. Nunca fue tanta: ni en los albores de nuestra patria, ni en las guerras civiles, ni el gran desconcierto de los años 30. Ahora la inequidad es infinitamente más grande, porque la riqueza es infinitamente más grande.
Pero, aparte de esta realidad lacerante que debemos corregir en lo inmediato y sobre la marcha, existe una Argentina que sigue construyendo: estudiantes bajo la línea de pobreza que continúan con sus estudios; humildes fabricantes que mantienen su empresa y la hacen producir a pesar de todo; profesionales que investigan; maestros que viajan leguas todos los días para instruir y para dar de comer a sus alumnos; hombres de la tierra que con esfuerzo infinito logran cultivar y recoger su cosecha; padres de familia que trabajan de sol a sol para que coman sus hijos; adolescentes que trabajan más que los adultos, pagados con sueldos míseros. Todas estas personas y tantas más están haciendo la patria con lo que pueden, con lo que tienen a mano. Toda esta gente se merece el respeto de todos nosotros y no debe ser humillada con las ironías que gastamos a diario, que ya se nos han hecho carne y que nos vemos obligados a repetir cotidianamente, para no perder brillantez.
Los argentinos nos merecemos y tenemos todo el derecho de ganarnos el respeto de los propios argentinos. Así comenzaremos a ser una nación, sin desgarrarnos, sin destruirnos sistemáticamente, valorándonos por nuestras pequeñas cosas de todos los días, por nuestros esfuerzos indefectibles, por nuestra necesaria esperanza, por encima de toda ideología, por encima de toda creencia, teniendo en la mira la ilusión de estar formando la patria que nos merecemos.
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