30 oct 2013

Con la anuencia del duque






-Es difícil de creer.
-Doy fe señor. Brotaron tantas brujas como llamas se daban.
-¿Tantas?
-Tantas! y de seguro muchas escaparon de mis ojos.
-Lo creo, lo creo.-Fijó los ojos en el fuego y hubo brujas.
La lumbre, que había motivado la recordación, daba calor y luz a
los cinco, el fraile, los tres pintores de Limbourg y el duque, aterido
de tanto frío y poca guerra.
Los abismos del silencio siguiente hicieron más exultante
la entrada del sirviente:
-Señor, ha llegado un grupo de trafagantes que ruega vuestra
atención.
La mirada se avivó al ir del fuego al portal, preguntó:
-¿Muestran algo de interés?
-Señor tú interés no es mi humilde interés, sólo se que hay cosas
que nunca he visto, yo, que tan poco he visto.
El fraile y la cerveza no se sabe si adularon:
-Já! Habeís tanto que se os hace imposible el pecado del
dispendio. El duque rió con ganas:-Que pasen.-Ordenó.
Al momento un denso y confuso olor a pienso, orines, estanque,
sudor, sexo, invadió el recinto. Los buhoneros se arremolinaron en un
respetuoso alboroto de murmullos.
-Estas bestías me hacen sentir limpio. -se dijo diciendo su
idioma Hermann, el de Limbourg, los otros dos, Pol y Jannequen,
estiraron los pescuezos de curiosidad.
El duque, sabedor de su voz de cómo se daba en el recinto, dijo
sin esfuerzos:
Orden.- y un silencio fue todos. Ofertad en orden.-abundó.
El desdenato más próximo sacó con cuidado de una caja de roble
unas enormes cáscaras de huevo.
-Aquí tiene señor, son cáscaras que encerraron dos posibles vidas
de aves inimagindas, tan grandes que en su valor aterraían. Se me ha
dicho que son tan veloces en tierra como lo podrían ser en el aire, que
brindan luchas si se las enfrenta y que hasta suelen sacar ventaja dando
coces como un juramento. Los sarracenos afirman que gustan de las
piedras como alimento y que de allí su fuerza.
El duque pasó las cáscaras al fraile.
-Obra de Dios son, señor, el hombre en su habilidad no es capaz
de tal sutileza.
El duque asintió:-Pide por ellas lo que desees, pero no más.
El segundo, giboso y contraecho, nada traía entre manos.
-¿Ofreces algo?
-Unicornios, tal vez cinco, tal vez siete, no más.
-¿Dónde están?
-En tus más cercano bosque de encinas, pastando.
-¿Se podrán ver?
-Señor... Son fugaces de tan furtivos.
-¿Procrean?
-No sé si lo hacen o si simplemente se llaman los unos a los otros.
Por salud no nace lo que no muere y nadie ha visto uno muerto.
-¿Y vivo?-Terció Hermann.
-Señor, los ángeles...
El duque interrumpió el diálogo: -Sean bienvenidos sus unicornios.
Ve y pide lo que valgan. Y tú, de semejante costal, ¿qué arrastras?
-Osamenta de gigantes teutones, mirad señor a estos huesos que hacen
insignificante al buey y al mismo oso.
El duque sonrió:-¿Conoces la vieja historia de Aníbal y sus elefantes?
-Señor, de él no, pero alguien que tiene la sabiduría de leer me ha
contado de esos animales que relata el docto Plinio, de su inteligencia,
de su discordia con los dragones, de su docilidad y de su particula
naturaleza. Pero estos huesos son de gigantes!
El fraile ya estaba de  bruces analizando las osamentas mientras
mascullaba:-De duendes con simples despojos de gallina podemos
hallar fácil y falso rastro, pero de gigantes...
-¿Qué crees fraile?-El duque de tan grave sonreía.
-Me inclino por la certeza-dijo el monje acariciando, palpando
los viejos y porosos huesos.
El duque:-Pide lo acorde, pero no fabules en su precio.
En la penumbra que ofrecía una columna alguien permanecía
inmóvil. La indiscreción del duque que ya tenía mucho de tedio lo
arrancó de su estado.
-Y tú, el de allí, ¿Qué ofreces?
-Lo que poseo de ser ofertado sería sacrilegio
-Acércate.
La voz se hizo más clara:-No es de ser visto por todos, es materia
preciosa y divina.
Los tres de Limbourgy el monje atendieron, la plebe fue desalojada.
-Muestra, que no soy afectado a a expectativa.-ordenó el duque.
El cetrino viandante siguió guardando distancia. De la fétida
intimidad de sus vestiduras sacó un envoltorio que dejaba ver el
descuidado y modesto envés del terciopelo, con estudiada pausa lo
depositó al borde del fuego y lo deshizo. Sobre el fulgente rojo del paño
se pudo ver dos labrados de plata, un estuche y un relicario.
-Señor-dijo, y su voz  fue más timbrosa que la del mismo duque
-Aquí se atesora el anillo nupcial de San José el carpintero, y aquí,
-señaló el relicario-se guarda un diente de leche de la Santísima Virgen.
El fraile apartó bruscamente a los tres de Limbourg que se habían
adelantado  cogió a los dos tesoros como si fueran mariposas:
-Señor,dijo con voz trémula-la capilla se enriquecería si...
El duque trató como a un par al ofertarte. Preguntó humilde:-¿Lo
que admiramos tiene un precio?
-Tan sólo pediré lo que me sea necesario, confieso que soy ambicioso,
pero mi quebrada salud no me da alas para serlo.
La lumbre chisporroteaba. Las flamígeras brujas ya no estaban solas.
Las acompañaban aves descomunales, unicornios, gigantes y
sagradas reliquias.


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