9 nov 2013

Isis

Hasta había imaginado la forma de morir. La navaja o la hoja de afeitar fue lo primero que desechó, no se imaginaba cortándose las venas y siendo testigo del fluir de la sangre. El nudo corredizo tampoco le resultaba, se veía ridículo colgado del techo. Las pastillas del sueño las consideró cosa de mentecato, de poco hombre. Al veneno le temía por su posible ineficacia o por su difícil agonía. Finamente se decidió por el balazo, le pareció lo más categórico, irreversible e instantáneo. Se pondría el caño en la boca y lo dirigiría hacia los sesos. Nada más simple. Compró el arma, mientras el vendedor la empaquetaba le dijo sonriente: “vivimos momentos muy difíciles”. El vendedor, también sonriente, le contestó: “Si muy difíciles”. La escondió bajo el ropero de patas cortadas y chuecas de su cuarto de alquiler Era remoto que la escoba de Miss Mildred diera con ella a pesar  de que la casa era limpia con esa limpieza absoluta que guardan los sajones cuando son limpios, pero para asegurarse el escondite le comunicó a la solterona que a partir de ese día él se ocuparía en ordenar su cuarto. La segunda parte del plan ya estaba cumplida. La primera, la causa, estaba allí, desde hacía mucho, en su interior, inmensa, difusa, creciente, pesada. Restaba la tercera y última, elegir el momento. Pensó en un principio en fijarse una fecha, pero le pareció no ser capaz de cumplir tal fatalidad, y de no cumplir, la empresa perdería seriedad. Pensó también en acorralarse matando a cualquiera para no poder  echarse atrás, pero también lo rechazó por indigno, él no era quién para decidir la suerte de otro. Un atardecer, en un bar encontró la solución, el mojón que  precisaba. Cuando terminaba de beber algo, miró a sus pies y notó la presencia nerviosa, acelerada por instantes, de una cucaracha. Se quedó absorto, observándola un momento en su andar. Repentinamente tuvo la idea, poniendo sumo cuidado en no lastimar  al animalito lo introdujo con suavidad en el vaso en que había bebido. Pgó y furtivamente, con el sentimiento de haber robado algo, salió del bar. Tenía la sensación de estar corriendo, al llegar a su cuarto cerró la puerta y sacó el vaso del bolsillo de su chaqueta. La cucaracha se debatía en el resbaladizo interior. “Pobre Isis” dijo bautizándola y pensando por un instante en el difícil trajinar mítico de la otra Isis. Recostó el vaso en el piso y dejó que el animal se procurara el camino. Tímidamente en un principio, la cucaracha se llegó hasta el borde del vaso y aventuró la salida; ya en el suelo comenzó a zigzaguear, con recorridos rápidos y cortos como si estuviera reconociendo el terreno, finalmente llegó a un rincón y allí se quedó estática. El hombre sonriendo la miró un largo rato luego dijo lentamente: “cuando mueras, moriré” y estas tres palabras le sonaron a diálogo. 




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La cuestión era no precipitar las cosas sabían muy bien que el plazo no era largo, las cucarachas viven poco, lo sabía, no recordaba de dónde pero lo sabía. Por lo tanto trató de no ser él el causante de la muerte del animal. 
Le procuró comida, puso pan rallado humedecido bajo el ropero y para no caer en la torpeza de aplastarlo se impuso caminar arrastrando los pies.
Fueron jornadas casi idílicas, la cucaracha se acostumbró a la presencia inofensiva del hombre  y hasta se aventuró de día atravesando el cuarto. 
En sus noches de insomnio el hombre solía encender la luz y descubrirla en sus correteos. Pasaron los días, demasiados días. En un atardecer el hombre decidió sacar a pasear al animal. Con un lápiz hizo respiraderos en una pequeña caja de cartón que encontró en el desorden de sus cosas y puso a la cucaracha dentro. Era un atardecer lánguido. A él le gustaba como se daba el otoño en un parque vecino, fue hasta allí y se sentó por un largo rato en un banco apartado. Era casi noche cuando hecho mano al bolsillo y sacó la caja destapándola, en el fondo la cucaracha luchaba en una agonía de patitas para arriba. Lo desesperó esa próxima muerte. Tapó la caja y corrió anhelante hasta su casa cuando llegó encontró a Miss Mildred angustia por un corto circuito que había dejado a la casa sin luz. “Mejor así” se dijo mientras subía las escaleras hacia su cuarto. A tientas encontró la linterna y en un temblor iluminó bajo del ropero en busca del arma. Allí estaba, pero no era sólo eso, en la mescolanza del húmedo pan rallado se movían diminutas presencias. No lo podía creer. Abrió la caja y dijo casi en un grito: “Mira Isis, eres mamá”. Pero la cucaracha ya estaba inmóvil, quietecita en su muerte. El hombre se quedó sin saber qué hacer; después de un largo momento se dejó caer en la cama sonrió y dijo: “Habrá que recomenzar”. Y estas tres palabras le sonaron a diálogo. 

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