RICHTER, DE HITLER A LAS BAADER-MEINHOF
Por Marcelo
Gioffré
Panorama, la espectacular retrospectiva del artista alemán Gerhard Richter que se expuso en la Tate Modern de Londres hasta el 8 de enero de 2012, que continuó en la Neue Nationalgalerie de Berlín, entre el 12 de febrero y el 13 de mayo de 2012, y finalizó en el Centre Pompidou de París, entre el 6 de junio y el 24 de septiembre de 2012, fue quizás el hecho artístico del año. El mero dato de esta serie exhibe la trascendencia de la operación cultural. Es el regalo de tres instituciones cruciales del arte contemporáneo a un artista que el 9 de febrero cumplió 80 años.
El hecho
capital en la vida de Richter ocurrió hace medio siglo, en marzo de 1961: fue
una mudanza, pasó de su Alemania comunista natal a la Alemania occidental. Un
amigo lo llevó a él y a su mujer Ema desde Dresden hasta la parte oriental de
Berlín y de allí lograron cruzar al sector occidental. Después de ocho días en
un campo de refugiados en Göttingen viajaron a Oldenburg, donde vivían los
padres de Ema, y Richter continuó hasta Düsseldorf, donde Ema lo encontraría un
tiempo después y se asentarían a vivir.
El 26 de
septiembre de 1940 Walter Benjamín se suicidó en la frontera franco-española.
Había llegado hasta allí con la esperanza de cruzar con una visa
norteamericana. Su destino era Nueva York, pero esa noche se cerró la frontera
y las autoridades españolas anunciaron que desconocían las visas. Benjamín
recibió la noticia en Port-Bou y se mató. Al día siguiente ocurrió lo inesperado:
la frontera se abrió y todos pudieron pasar. Hannah Arendt señala que Benjamín
llegó a destiempo: unas horas antes o unas horas después hubieran cambiado la
historia. A Richter le ocurrió algo parecido, pero en su caso los dioses le
fueron propicios: el 13 de agosto de 1961, sólo cinco meses después de que
emprendiera el exilio, la frontera entre las dos Alemanias fue clausurada con
el muro y los viajes declarados ilegales.
Hay una obra
emblemática de lo que creo que es la tesis central de Richter: Betty (nombre de su hija mayor), de
1988. Muestra la imagen de una adolescente sentada en un banco, su hombro
izquierdo en una inflexión de frente al espectador y el torso de la niña gira en dirección
contraria, como si estuviera moviéndose, como si se estuviera yendo muy
parsimoniosamente. El atractivo consiste en la captura del momento
transicional, el paso tan lento de un instante a otro, de la niñez a la
adultez.
Muchas de las
obras de Richter operan sobre esta base: son fotos viejas a las que el artista
les aplica un procedimiento de borroneado con pintura. Hechos pasados a los que
la memoria recupera retrospectivamente, como si hubiera necesidad de capturar
ese momento exacto en que tuvieron lugar, pero los revive de modo impreciso, a
través de un territorio brumoso que en algunos casos desdibuja deliberadamente
las figuras, equiparando el pasado, quitándole su gradación temporal. El
problema estriba en qué seleccionar para efectuar esa maniobra de resucitación
simbólica.
En los años
’60, como un eco lejano, y mientras se insertaba en la modernidad opulenta de
la Alemania occidental, volvió sobre las fotos de aquella Alemania Oriental que
había abandonado. Especialmente considerable es Onkel Rudi, que representa a su tío Rudolf Schönfelder fotografiado
con su uniforme nazi. Es probable que en la misma generación de Richter muchos
tuvieran fotos equivalentes de familiares, pero lo notable es que el artista
haya puesto allí el dedo, que la haya elegido como quien toca una llaga.
A su vez,
sobre fines de los ’80, y como continuación de Betty, volvió su mirada sobre los episodios ocurridos una década
antes con el movimiento subversivo Baarder Meinhof. Son quince fotos
borroneadas con un nombre colectivo: 18
October 1977, que recorren vida y muerte de los guerrilleros. Ese día
comenzó con el secuestro de un avión de Lufthansa, redireccionado a Mogadishu
por un grupo de terroristas que demandaban la liberación de compañeros de las
RAF, y terminó con la muerte de tres líderes guerrilleros en la prisión de alta
seguridad de Stammheim, lo que el día siguiente fue replicado con la muerte del
industrial Martín Schleyer, que las RAF tenían como rehén.
Hay un hilván
sutil, una sutura de dos violencias fusionadas en una sola que atraviesa la
historia alemana. No hay juicio moral, sólo hay exhibición brutal de la
violencia. Hay algo para descifrar en todas esas muertes. La real forma de
minimizar los crímenes nazis, como anota en su diario el propio Richter,
hubiera sido adjudicárselos sólo a los nazis y desmarcar a toda la sociedad
alemana. Para no consumar esa absolución simbólica, los compara, los inscribe
en un continuo.
Para los
latinoamericanos, tan propensos a descargar culpas en los otros y a simplificar
el pasado, la triple muestra de Richter constituye una intranquilizadora
lección política.
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