"El periodismo es una variante ilustrada y lúdica de la
pobreza", dice el autor, quien desde 1996 trabajó como cronista en España,
Hungría, México y Brasil. Fantasma de Bukowski en Barcelona, extra de Evita en
Budapest y compañero de un funkeiro en Río de Janeiro, deja claro que tanto en
los viajes como en el periodismo sólo se necesita una cosa: buenos amigos
Por Leonardo Tarifeño.

Lo bueno de viajar es que acaba con las teorías. Mientras otros discuten interminablemente si salir de viaje es bueno o malo, divertido o engorroso, necesario o inútil, peligroso o excitante, uno se sube a un avión o un tren o un barco y al bajar encuentra lo que de veras vale la pena, es decir, ni más ni menos que el mundo.
Formar parte de un paisaje nuevo e impensado, poner los
cinco sentidos sobre una cultura diferente y abrirse a una sociedad de la que
siempre pueden aprenderse muchas cosas son aventuras que dejan huella y de las
que sólo permanece ajeno quien jamás se aparta de sí mismo. Por supuesto, está
el que elige viajar despierto, encerrado en un cuarto, entre las páginas de un
libro o frente a la pantalla de la compu, con la pura imaginación. Y está muy
bien, cada uno es feliz a su manera. La mía ha sido (y aún lo es, me temo)
desaparecer de los lugares que solía frecuentar y aparecer en la otra punta del
planeta, a miles de kilómetros de quienes opinan y opinan sobre el mundo con
más ganas de tener razón que de conocerlo un poco. Ante la tibia luz del rayo
de sol que inaugura la primavera de Budapest y quiebra cuatro largos meses de
frío y nieve, perdido a las 3 de la madrugada en la negrísima noche africana de
Bamako o en el asiento trasero del coche que un músico brasileño conduce a 160
kilómetros por hora por las calles de Río de Janeiro, no hay teoría que valga.
Y cuando ya no hay teorías ni opiniones que tranquilicen ni le den seguridad al
que cree saberlo todo, lo único que queda es sumergirse en el viaje y crecer a
su ritmo. Sentir la marea. Vivir sin prólogos.
Mi manera de viajar no es de las recomendables, ya que
consiste en instalarme allí adonde voy. En mi caso, viajar no es ir y regresar,
sino llegar, quedarme y en algún momento volver a tomármelas. Así fue que a
principios de los años 90 me fui a vivir a Barcelona, tiempo después armé una
nueva casa en el Octavo Distrito de Budapest, a fines de esa década salí
disparado hacia el Distrito Federal mexicano y ya en este siglo XXI pasé todo
2006 en Río de Janeiro. Sin ser un fundamentalista de la literatura, en cada
lugar tuve oportunidad de descubrir textos y autores que me hubiera costado
mucho conocer de otra manera. En España, las crónicas de Álvaro Cunqueiro y
Josep Pla, y más recientemente, las de Guillem Martínez (compiladas en su
notable Grandes ...xitos ). En Budapest, los libros de los gemelos Giorgio y
Nicola Pressburger ( El elefante verde ,Historias del Octavo Distrito ), la
obra de György Faludy, Agota Kristof y Deszö Kosztolányi, y los inolvidables
Viaje alrededor de mi cráneo , de Frigyes Karinthy (la primera crónica de una
operación de cerebro) y Filosofía del vino , de Béla Hamvas. En México, la
crónica Palmeras de la brisa rápida, de Juan Villoro, el extraordinario Nueva
grandeza mexicana de Salvador Novo, y Autopsias rápidasy demás textos periodísticos
de Jorge Ibargüengoitia. Y en Brasil, la lectura en portugués de la mítica
revista O Pasquim , y las crónicas de los dos Nelson (Motta y Rodrigues). Sin
embargo, hay que decir que, al menos en mi caso, viajar ha relativizado la
pasión por el arte. "Después de todo lo que me pasó, ahora no puedo
mandarme la parte y decir que lo más importante para mí es la literatura",
me dijo Juan Forn una tarde soleada, mientras tomábamos el catamarán que va de
Río de Janeiro a la isla de Niterói. Forn hablaba de las dos pancreatitis que
casi lo mandan a otro viaje, el que termina en el más allá. Y ahora que lo
pienso, no sé si el gusto por viajar no es una especie de enfermedad, en el
sentido de algo extraño e inevitable que se mete en el cuerpo y ya no se va. En
relación con la literatura y la cultura con mayúsculas, el efecto colateral de
ese virus hace que a uno deje de interesarle el producto artístico o el logro
de una obra, para poner la mira en ese otro arte que se enciende al probar un
sabor inexplorado, conocer a personas muy distintas o dejarse llevar por el
pulso de una ciudad desconocida. Es el arte de viajar, tan parecido al arte de
vivir.
* * *
Con el periodismo de por medio, el arte de vivir se
transforma en el de sobrevivir. Y si el viaje forma parte del asunto, la
supervivencia es un maratón de la bohemia kamikaze, una carrera insensata por
saber hasta dónde se llega sin plata ni apoyos ni recursos. Los diarios y
revistas resultarían más divertidos si alguna vez se contara cómo hacen muchos
periodistas independientes en viaje por el extranjero para llegar hasta parajes
del fin del mundo, entrevistar a quien sea en condiciones de pobreza delirante
y enviar sus artículos con una dignidad insospechada. Lo que no sé es si al
lector le gustaría conocer esa verdad, porque ya he visto que, en ocasiones,
los editores y el público parecen más interesados en las historias verosímiles
que en la veracidad de los hechos (Ryszard Kapuscinski ha escrito páginas
memorables en esa cuerda). Muchas veces, la verdad por sí misma no interesa
tanto como que sea creíble; y debo decir que las historias personales de los
reporteros en viaje son más increíbles que verosímiles. Tal vez por eso se
habla y escribe mucho sobre la crónica de viaje, porque en estas cosas la
teoría -y, en definitiva, la invención o la especulación- tiene un mercado
intelectual más amplio que la realidad pura y dura.
Yo todavía no he visto que nadie relate el backstage de la
miseria feliz que me ha tocado atestiguar o vivir entre los freelance
tercermundistas de Europa y Latinoamérica (la mayoría, argentinos) y sospecho
que cuando eso se investigue y narre seriamente vamos a tener un periodismo a
años luz de la objetividad pretendida, pero mucho más amable y franco. Mi debut
en el mundo de la tragedia personal salvada -a medias- por la urgencia
profesional fue en 1994, en Barcelona, días después de la muerte de Charles
Bukowski. En esa época, yo trabajaba como lector para la editorial Anagrama,
pero como nunca tenía el suficiente dinero para pagar el alquiler, había no
pocas noches en las que llegaba la hora de irme a la cama y yo seguía sin saber
dónde podría descansar ("¡Conocí a un latinoamericano al que todavía le va
peor que a ti!", me dijo una vez mi jefe, el editor Jorge Herralde:
hablaba de Roberto Bolaño). Mi rutina consistía en darme una vuelta por
Anagrama, aceptar el encargo que me hicieran y llevarme los libros o
manuscritos que debía leer o corregir. Con ese material iba de drugstore en
drugstore , de los que abrían las 24 horas, y entre refugiado y escondido en
una mesa me quedaba a trabajar durante toda la noche hasta que me echaran por
consumir apenas un café. Si me daba sueño, me colaba en el subte y dormía en
los viajes de las líneas más largas; si tenía frío, iba al bar cabaretero
Kentucky, en el Barrio Chino, que de tan lleno de gente siempre generaba un
calor divino. Esa semana, la casualidad hizo que una de las novedades de
Anagrama fuera justamente Hank , la biografía de Bukowski firmada por Neeli
Cherkovski. Desde las oficinas de Anagrama, en la callecita Pedró de la Creu,
llamé por cobro revertido a Clarín ; allí le hablé del libro a la editora Hinde
Pomeraniec, quien me pidió un artículo sobre Hank y un anticipo de esas páginas
para la sección cultural del diario. Ya había vendido la nota, en algún momento
cobraría un dinero que me serviría para pagar parte de un mes de alquiler
compartido. Pero mientras tanto ya no sólo iba a necesitar un cuarto y un
colchón en algún lugar de Barcelona, sino también una máquina de escribir.
Como cada noche, esa vez fui con Hank primero a un drugstore
, luego a otro y después a otro, mientras esperaba que llegara la hora en que
abriera el subte. Con la lectura, las andanzas vitales de Bukowski se cruzaban
con las mías, y ese era el único consuelo que encontraba ante la evidencia de
no poder escribir y mandar la nota a tiempo. ¿Dónde iba a escribirla? ¿Cómo y
cuándo, si ni siquiera podía descansar? A medida que el desconsuelo empezaba a
competir con el sueño y el frío, me ganaba una parálisis de duermevela, donde
extrañamente la anestesia me hacía sentir que de alguna manera todo iba a salir
bien. Mientras leía, ya que no tenía mucho más que hacer, una chica hippie o
simplemente sucia se me acercó para preguntar por el libro. "Me encanta
Bukowski -dijo-, ¿estás leyendo una novela sobre él?". Le conté parte de
la verdad mientras veía que su novio o algo parecido me vigilaba desde un
espejo del drugstore . Ella aprovechó para decirme que eran pareja pero se
estaban peleando y por eso habían salido a la calle tan tarde, para tomar algo
y despejarse. Y que si yo era periodista y debía escribir un artículo urgente
podía ir a su casa y usar su máquina, además de dormir un rato en el sillón del
living . Así, gracias al dios aparte que tienen los viajeros, hice la nota, se
publicó a tiempo y yo cobré el dinero que necesitaba. A la chica y a su novio
nunca los volví a ver.
El periodismo es una variante ilustrada y lúdica de la
pobreza, y quienes viajamos hemos podido disfrutar de su versión cosmopolita,
muy probablemente el mejor camino hacia la alegría de ser reportero. Hay una
frase hecha que describe el trabajo periodístico como la forma más divertida de
ser pobre, y yo he podido corroborar esa afirmación con hechos que compensan su
eternamente oscuro porvenir económico. La anécdota viajera que tal vez retrate
mejor esta circunstancia me tocó vivirla en Budapest, en 1996, durante el
casting de Alan Parker para Evita . Agobiado por el maltrato peronista a
Madonna y las dificultades logísticas que se le impusieron en Buenos Aires,
Parker levantó campamento y trasladó la filmación a la capital húngara, por
cierto la patria chica de uno de sus productores. Allí, el parecido de ciertos
barrios budapestinos con el centro porteño de los años 50 y la mano de obra
barata le iban a permitir un final de fiesta cinematográfico acorde con la
dimensión del proyecto. De todas maneras, y a pesar de las noticias de la
mudanza que llegaban desde Buenos Aires, fue de veras sorprendente que una
mañana de febrero la ciudad amaneciera con carteles que en las calles y hasta
en los diarios llamaban a todos aquellos que tuvieran alguna apariencia más o
menos latina (entre ellos, la mayoría de la población gitana), para ser
contratados como extras. La paga sería mínima, pero para el periodista viajero
toda paga es buena, incluidas las pésimas.
La cita era un domingo a las 11 de la mañana en el Kossuth
Klub, y a las 9 ya había una larga fila de gente. Era pleno invierno, y el
invierno en Budapest es mucho invierno. En la cola estaban los bolivianos que
tocaban música andina en el subte, los gitanos que asaltaban en el tranvía,
algunos chinos que vendían sushi por la calle y los mexicanos de la Embajada,
entre otros que no conseguí identificar. Yo pensé que, por ser argentino,
podría hacer de argentino, así que confiaba en que me elegirían para ser extra
en la película de Madonna. Sin embargo, cuando entré a una pequeña oficina para
el casting , lo que se me pidió no fue que hiciera de argentino (ni siquiera
que me pareciera a uno), sino que entonara los versos de "My Bonnie Lies
Over the Ocean". Por muy argentino que fuera, en Evita no iba a serlo si
no sabía cantar. Me fui del Kossuth Klub cerca de las 6 de la tarde, sólo para
comprobar que habían contratado a los bolivianos y a los mexicanos, mientras
que yo apenas había conseguido la promesa de que me llamarían si necesitaban
gente. La promesa se hizo realidad para un solo día, el de la filmación del
baile posterior a la elección presidencial de Perón. Estuve todo un día, desde
las 6 de la mañana hasta las 12 de la noche, en la gélida Plaza de los Héroes
de Budapest, y la verdad es que nunca supe si en la película aparezco o no.
Amigos míos dicen que un brazo en la escena del vals es el mío (no identifican
mi brazo, sino el pelo de la china con la que bailaba). La paga mínima fue más
mínima por tratarse de un solo día. Pero hice la crónica del casting , la
publiqué en el diario mexicano La Jornada y así pude contar una de las
historias más entrañables que me tocó vivir en el pintoresco mundo de la bohemia
periodística global.
De todas maneras, más que dinero o recursos, lo que de veras
se necesita así en los viajes como en el periodismo son buenos amigos. Eso me
quedó claro hace poco en Río de Janeiro, cuando con el fotógrafo francés
Vincent Rosenblatt fuimos a hacer una larga crónica con el funkeiro Mr. Catra
para la revista colombiana SoHo . Vincent es un reportero de inquietudes
sociales, en Rio fundó la ONG Olhares do Morro y lleva años enseñándole el
oficio fotográfico a los chicos de las favelas, tanto para que tengan un oficio
como para que cubran periodísticamente la realidad de la miseria, sin depender
de la cobertura tendenciosa de cadenas como O Globo. Como ya es un personaje
conocido en las favelas de Mangueira, Rocinha y Cidade de Deus, Vincent tiene
buenos contactos y así fue que me propuso seguir durante varios días al
hiphopero Mr. Catra, tal vez el mayor representante del funk carioca. En Río,
el funk es una creación absolutamente favelada, hecha en la más completa
ignorancia musical, basada en un ritmo percusivo electrónico y un grito cantado
de lo más machacoso. Por si hace falta decirlo, las letras son odas al sexo
explícito, a los gritos femeninos y masculinos durante la cópula, largos himnos
dedicados a los fluidos intercambiados y al morbo de la temperatura erótica
compartida con miles de personas durante alguno de los popularísimos bailes.
Vincent ya conocía a Catra; yo iba a verlo por primera vez en un sauna del
centro, con chicas semitapadas-semidesnudas con toallitas, y nuestro héroe en
un escenario improvisado al que las mujeres se subían para tirar la toalla al
ritmo del hip hop . Cuando terminó el show, hubo que esperar a que Catra
saliera del cuarto adonde se había encerrado con dos morenas. Como siempre, a
Vincent y a mí no nos sobraba el dinero; esperamos al artista con tres de sus
amigos-guardaespaldas y, cuando apareció, nos subió con su gorila de confianza
a un Renault negro.
Catra iba al volante, la velocidad subía más y más,
pasábamos los puentes de la zona sur en un suspiro, desde el asiento trasero yo
saltaba tanto que no podía enfocar en el velocímetro y cuando vi que íbamos a
160 kilómetros por hora noté que él tenía un porro en la boca. "Yo tengo
que ir a Colombia, hermano, ¿sabes qué fiestas podemos hacer allá?", repetía
Catra entre pitada y pitada, y sólo empezó a bajar la velocidad tras advertir
que a lo lejos brillaba una estación de servicio. Siempre con el porro en la
boca, el funkeiro se bajó y pidió que llenaran el tanque, el olor de la nafta
se mezclaba con el de la marihuana, no sé por qué no corrí desesperado si
estaba seguro de que íbamos a volar en pedazos. En lugar de irme, le pedí a
Vincent que me fotografiara con Catra. El empleado de la gasolinera anunció
cuánto era y la estrella le pagó cuatro veces más. De nuevo en el Renault, el
martirio del vértigo duró poco porque rápidamente llegamos a un bar en Tijuca.
Allí improvisaban Zeca Pagodinho con el rapero Marcelo D2; en un momento Catra
compartió el escenario y, al bajarse, nos pidió que nos quedáramos para hacer
la entrevista. Vincent y yo esperamos una hora, dos horas, tres horas, bebimos
y bailamos y Catra desapareció. Estábamos en Tijuca a las 5 de la mañana, yo no
tenía dinero ni para el ómnibus, a Vincent le alcanzaba para el suyo pero
prefirió acompañarme para que yo no volviera solo. Estábamos cansados y
teníamos más de dos horas de caminata hasta nuestras respectivas casas, la mía
en Lapa y la suya en Santa Teresa. El sol salía detrás del mar, el vuelo de los
pájaros nos rodeaba, el Cristo del Corcovado nos observaba mientras Río de
Janeiro se veía más hermosa que nunca. Hoy no recuerdo el cansancio, sino la
belleza de esa mañana. Son las dulces trampas que hace la memoria cuando cada
viaje se convierte en una vida pasada pero cercana, donde todas las mañanas el
sol sale detrás del mar.
Lo bueno de viajar es que acaba con las teorías. Mientras
otros discuten interminablemente si salir de viaje es bueno o malo, divertido o
engorroso, necesario o inútil, peligroso o excitante, uno se sube a un avión o
un tren o un barco y al bajar encuentra lo que de veras vale la pena, es decir,
ni más ni menos que el mundo.
Formar parte de un paisaje nuevo e impensado, poner los
cinco sentidos sobre una cultura diferente y abrirse a una sociedad de la que
siempre pueden aprenderse muchas cosas son aventuras que dejan huella y de las
que sólo permanece ajeno quien jamás se aparta de sí mismo. Por supuesto, está
el que elige viajar despierto, encerrado en un cuarto, entre las páginas de un
libro o frente a la pantalla de la compu, con la pura imaginación. Y está muy
bien, cada uno es feliz a su manera. La mía ha sido (y aún lo es, me temo)
desaparecer de los lugares que solía frecuentar y aparecer en la otra punta del
planeta, a miles de kilómetros de quienes opinan y opinan sobre el mundo con
más ganas de tener razón que de conocerlo un poco. Ante la tibia luz del rayo
de sol que inaugura la primavera de Budapest y quiebra cuatro largos meses de
frío y nieve, perdido a las 3 de la madrugada en la negrísima noche africana de
Bamako o en el asiento trasero del coche que un músico brasileño conduce a 160
kilómetros por hora por las calles de Río de Janeiro, no hay teoría que valga.
Y cuando ya no hay teorías ni opiniones que tranquilicen ni le den seguridad al
que cree saberlo todo, lo único que queda es sumergirse en el viaje y crecer a
su ritmo. Sentir la marea. Vivir sin prólogos.
Mi manera de viajar no es de las recomendables, ya que
consiste en instalarme allí adonde voy. En mi caso, viajar no es ir y regresar,
sino llegar, quedarme y en algún momento volver a tomármelas. Así fue que a
principios de los años 90 me fui a vivir a Barcelona, tiempo después armé una
nueva casa en el Octavo Distrito de Budapest, a fines de esa década salí
disparado hacia el Distrito Federal mexicano y ya en este siglo XXI pasé todo
2006 en Río de Janeiro. Sin ser un fundamentalista de la literatura, en cada
lugar tuve oportunidad de descubrir textos y autores que me hubiera costado
mucho conocer de otra manera. En España, las crónicas de Álvaro Cunqueiro y
Josep Pla, y más recientemente, las de Guillem Martínez (compiladas en su
notable Grandes ...xitos ). En Budapest, los libros de los gemelos Giorgio y
Nicola Pressburger ( El elefante verde , Historias del Octavo Distrito ), la
obra de György Faludy, Agota Kristof y Deszö Kosztolányi, y los inolvidables
Viaje alrededor de mi cráneo , de Frigyes Karinthy (la primera crónica de una
operación de cerebro) y Filosofía del vino , de Béla Hamvas. En México, la
crónica Palmeras de la brisa rápida , de Juan Villoro, el extraordinario Nueva
grandeza mexicana de Salvador Novo, y Autopsias rápidas y demás textos
periodísticos de Jorge Ibargüengoitia. Y en Brasil, la lectura en portugués de
la mítica revista O Pasquim , y las crónicas de los dos Nelson (Motta y
Rodrigues). Sin embargo, hay que decir que, al menos en mi caso, viajar ha
relativizado la pasión por el arte. "Después de todo lo que me pasó, ahora
no puedo mandarme la parte y decir que lo más importante para mí es la
literatura", me dijo Juan Forn una tarde soleada, mientras tomábamos el
catamarán que va de Río de Janeiro a la isla de Niterói. Forn hablaba de las
dos pancreatitis que casi lo mandan a otro viaje, el que termina en el más
allá. Y ahora que lo pienso, no sé si el gusto por viajar no es una especie de
enfermedad, en el sentido de algo extraño e inevitable que se mete en el cuerpo
y ya no se va. En relación con la literatura y la cultura con mayúsculas, el
efecto colateral de ese virus hace que a uno deje de interesarle el producto artístico
o el logro de una obra, para poner la mira en ese otro arte que se enciende al
probar un sabor inexplorado, conocer a personas muy distintas o dejarse llevar
por el pulso de una ciudad desconocida. Es el arte de viajar, tan parecido al
arte de vivir.
* * *
Con el periodismo de por medio, el arte de vivir se
transforma en el de sobrevivir. Y si el viaje forma parte del asunto, la
supervivencia es un maratón de la bohemia kamikaze, una carrera insensata por
saber hasta dónde se llega sin plata ni apoyos ni recursos. Los diarios y
revistas resultarían más divertidos si alguna vez se contara cómo hacen muchos
periodistas independientes en viaje por el extranjero para llegar hasta parajes
del fin del mundo, entrevistar a quien sea en condiciones de pobreza delirante
y enviar sus artículos con una dignidad insospechada. Lo que no sé es si al
lector le gustaría conocer esa verdad, porque ya he visto que, en ocasiones,
los editores y el público parecen más interesados en las historias verosímiles
que en la veracidad de los hechos (Ryszard Kapuscinski ha escrito páginas
memorables en esa cuerda). Muchas veces, la verdad por sí misma no interesa
tanto como que sea creíble; y debo decir que las historias personales de los
reporteros en viaje son más increíbles que verosímiles. Tal vez por eso se
habla y escribe mucho sobre la crónica de viaje, porque en estas cosas la
teoría -y, en definitiva, la invención o la especulación- tiene un mercado
intelectual más amplio que la realidad pura y dura.
Yo todavía no he visto que nadie relate el backstage de la
miseria feliz que me ha tocado atestiguar o vivir entre los freelance
tercermundistas de Europa y Latinoamérica (la mayoría, argentinos) y sospecho
que cuando eso se investigue y narre seriamente vamos a tener un periodismo a
años luz de la objetividad pretendida, pero mucho más amable y franco. Mi debut
en el mundo de la tragedia personal salvada -a medias- por la urgencia
profesional fue en 1994, en Barcelona, días después de la muerte de Charles
Bukowski. En esa época, yo trabajaba como lector para la editorial Anagrama,
pero como nunca tenía el suficiente dinero para pagar el alquiler, había no
pocas noches en las que llegaba la hora de irme a la cama y yo seguía sin saber
dónde podría descansar ("¡Conocí a un latinoamericano al que todavía le va
peor que a ti!", me dijo una vez mi jefe, el editor Jorge Herralde:
hablaba de Roberto Bolaño). Mi rutina consistía en darme una vuelta por
Anagrama, aceptar el encargo que me hicieran y llevarme los libros o manuscritos
que debía leer o corregir. Con ese material iba de drugstore en drugstore , de
los que abrían las 24 horas, y entre refugiado y escondido en una mesa me
quedaba a trabajar durante toda la noche hasta que me echaran por consumir
apenas un café. Si me daba sueño, me colaba en el subte y dormía en los viajes
de las líneas más largas; si tenía frío, iba al bar cabaretero Kentucky, en el
Barrio Chino, que de tan lleno de gente siempre generaba un calor divino. Esa
semana, la casualidad hizo que una de las novedades de Anagrama fuera
justamente Hank , la biografía de Bukowski firmada por Neeli Cherkovski. Desde
las oficinas de Anagrama, en la callecita Pedró de la Creu, llamé por cobro
revertido a Clarín ; allí le hablé del libro a la editora Hinde Pomeraniec, quien
me pidió un artículo sobre Hank y un anticipo de esas páginas para la sección
cultural del diario. Ya había vendido la nota, en algún momento cobraría un
dinero que me serviría para pagar parte de un mes de alquiler compartido. Pero
mientras tanto ya no sólo iba a necesitar un cuarto y un colchón en algún lugar
de Barcelona, sino también una máquina de escribir.
Como cada noche, esa vez fui con Hank primero a un drugstore
, luego a otro y después a otro, mientras esperaba que llegara la hora en que
abriera el subte. Con la lectura, las andanzas vitales de Bukowski se cruzaban
con las mías, y ese era el único consuelo que encontraba ante la evidencia de
no poder escribir y mandar la nota a tiempo. ¿Dónde iba a escribirla? ¿Cómo y
cuándo, si ni siquiera podía descansar? A medida que el desconsuelo empezaba a
competir con el sueño y el frío, me ganaba una parálisis de duermevela, donde
extrañamente la anestesia me hacía sentir que de alguna manera todo iba a salir
bien. Mientras leía, ya que no tenía mucho más que hacer, una chica hippie o
simplemente sucia se me acercó para preguntar por el libro. "Me encanta
Bukowski -dijo-, ¿estás leyendo una novela sobre él?". Le conté parte de
la verdad mientras veía que su novio o algo parecido me vigilaba desde un espejo
del drugstore . Ella aprovechó para decirme que eran pareja pero se estaban
peleando y por eso habían salido a la calle tan tarde, para tomar algo y
despejarse. Y que si yo era periodista y debía escribir un artículo urgente
podía ir a su casa y usar su máquina, además de dormir un rato en el sillón del
living . Así, gracias al dios aparte que tienen los viajeros, hice la nota, se
publicó a tiempo y yo cobré el dinero que necesitaba. A la chica y a su novio
nunca los volví a ver.
El periodismo es una variante ilustrada y lúdica de la
pobreza, y quienes viajamos hemos podido disfrutar de su versión cosmopolita,
muy probablemente el mejor camino hacia la alegría de ser reportero. Hay una
frase hecha que describe el trabajo periodístico como la forma más divertida de
ser pobre, y yo he podido corroborar esa afirmación con hechos que compensan su
eternamente oscuro porvenir económico. La anécdota viajera que tal vez retrate
mejor esta circunstancia me tocó vivirla en Budapest, en 1996, durante el
casting de Alan Parker para Evita . Agobiado por el maltrato peronista a
Madonna y las dificultades logísticas que se le impusieron en Buenos Aires,
Parker levantó campamento y trasladó la filmación a la capital húngara, por
cierto la patria chica de uno de sus productores. Allí, el parecido de ciertos
barrios budapestinos con el centro porteño de los años 50 y la mano de obra
barata le iban a permitir un final de fiesta cinematográfico acorde con la
dimensión del proyecto. De todas maneras, y a pesar de las noticias de la
mudanza que llegaban desde Buenos Aires, fue de veras sorprendente que una
mañana de febrero la ciudad amaneciera con carteles que en las calles y hasta
en los diarios llamaban a todos aquellos que tuvieran alguna apariencia más o
menos latina (entre ellos, la mayoría de la población gitana), para ser
contratados como extras. La paga sería mínima, pero para el periodista viajero
toda paga es buena, incluidas las pésimas.
La cita era un domingo a las 11 de la mañana en el Kossuth
Klub, y a las 9 ya había una larga fila de gente. Era pleno invierno, y el
invierno en Budapest es mucho invierno. En la cola estaban los bolivianos que
tocaban música andina en el subte, los gitanos que asaltaban en el tranvía,
algunos chinos que vendían sushi por la calle y los mexicanos de la Embajada,
entre otros que no conseguí identificar. Yo pensé que, por ser argentino,
podría hacer de argentino, así que confiaba en que me elegirían para ser extra
en la película de Madonna. Sin embargo, cuando entré a una pequeña oficina para
el casting , lo que se me pidió no fue que hiciera de argentino (ni siquiera
que me pareciera a uno), sino que entonara los versos de "My Bonnie Lies
Over the Ocean". Por muy argentino que fuera, en Evita no iba a serlo si
no sabía cantar. Me fui del Kossuth Klub cerca de las 6 de la tarde, sólo para
comprobar que habían contratado a los bolivianos y a los mexicanos, mientras
que yo apenas había conseguido la promesa de que me llamarían si necesitaban
gente. La promesa se hizo realidad para un solo día, el de la filmación del
baile posterior a la elección presidencial de Perón. Estuve todo un día, desde
las 6 de la mañana hasta las 12 de la noche, en la gélida Plaza de los Héroes
de Budapest, y la verdad es que nunca supe si en la película aparezco o no.
Amigos míos dicen que un brazo en la escena del vals es el mío (no identifican
mi brazo, sino el pelo de la china con la que bailaba). La paga mínima fue más
mínima por tratarse de un solo día. Pero hice la crónica del casting , la
publiqué en el diario mexicano La Jornada y así pude contar una de las
historias más entrañables que me tocó vivir en el pintoresco mundo de la
bohemia periodística global.
De todas maneras, más que dinero o recursos, lo que de veras
se necesita así en los viajes como en el periodismo son buenos amigos. Eso me
quedó claro hace poco en Río de Janeiro, cuando con el fotógrafo francés
Vincent Rosenblatt fuimos a hacer una larga crónica con el funkeiro Mr. Catra
para la revista colombiana SoHo . Vincent es un reportero de inquietudes
sociales, en Rio fundó la ONG Olhares do Morro y lleva años enseñándole el
oficio fotográfico a los chicos de las favelas, tanto para que tengan un oficio
como para que cubran periodísticamente la realidad de la miseria, sin depender
de la cobertura tendenciosa de cadenas como O Globo. Como ya es un personaje
conocido en las favelas de Mangueira, Rocinha y Cidade de Deus, Vincent tiene
buenos contactos y así fue que me propuso seguir durante varios días al
hiphopero Mr. Catra, tal vez el mayor representante del funk carioca. En Río,
el funk es una creación absolutamente favelada, hecha en la más completa
ignorancia musical, basada en un ritmo percusivo electrónico y un grito cantado
de lo más machacoso. Por si hace falta decirlo, las letras son odas al sexo
explícito, a los gritos femeninos y masculinos durante la cópula, largos himnos
dedicados a los fluidos intercambiados y al morbo de la temperatura erótica
compartida con miles de personas durante alguno de los popularísimos bailes.
Vincent ya conocía a Catra; yo iba a verlo por primera vez en un sauna del
centro, con chicas semitapadas-semidesnudas con toallitas, y nuestro héroe en
un escenario improvisado al que las mujeres se subían para tirar la toalla al
ritmo del hip hop . Cuando terminó el show, hubo que esperar a que Catra
saliera del cuarto adonde se había encerrado con dos morenas. Como siempre, a
Vincent y a mí no nos sobraba el dinero; esperamos al artista con tres de sus
amigos-guardaespaldas y, cuando apareció, nos subió con su gorila de confianza
a un Renault negro.
Catra iba al volante, la velocidad subía más y más, pasábamos los puentes de la zona sur en un suspiro, desde el asiento trasero yo saltaba tanto que no podía enfocar en el velocímetro y cuando vi que íbamos a 160 kilómetros por hora noté que él tenía un porro en la boca. "Yo tengo que ir a Colombia, hermano, ¿sabes qué fiestas podemos hacer allá?", repetía Catra entre pitada y pitada, y sólo empezó a bajar la velocidad tras advertir que a lo lejos brillaba una estación de servicio. Siempre con el porro en la boca, el funkeiro se bajó y pidió que llenaran el tanque, el olor de la nafta se mezclaba con el de la marihuana, no sé por qué no corrí desesperado si estaba seguro de que íbamos a volar en pedazos. En lugar de irme, le pedí a Vincent que me fotografiara con Catra. El empleado de la gasolinera anunció cuánto era y la estrella le pagó cuatro veces más. De nuevo en el Renault, el martirio del vértigo duró poco porque rápidamente llegamos a un bar en Tijuca. Allí improvisaban Zeca Pagodinho con el rapero Marcelo D2; en un momento Catra compartió el escenario y, al bajarse, nos pidió que nos quedáramos para hacer la entrevista. Vincent y yo esperamos una hora, dos horas, tres horas, bebimos y bailamos y Catra desapareció. Estábamos en Tijuca a las 5 de la mañana, yo no tenía dinero ni para el ómnibus, a Vincent le alcanzaba para el suyo pero prefirió acompañarme para que yo no volviera solo. Estábamos cansados y teníamos más de dos horas de caminata hasta nuestras respectivas casas, la mía en Lapa y la suya en Santa Teresa. El sol salía detrás del mar, el vuelo de los pájaros nos rodeaba, el Cristo del Corcovado nos observaba mientras Río de Janeiro se veía más hermosa que nunca. Hoy no recuerdo el cansancio, sino la belleza de esa mañana. Son las dulces trampas que hace la memoria cuando cada viaje se convierte en una vida pasada pero cercana, donde todas las mañanas el sol sale detrás del mar
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