Ilustración Bernardino Rivadavia |
A Ernesto Romano
Basaba su eficiencia en la enajenación.
Para ella, los enfermos de aquellas dos pequeñas salas de desahuciados eran circunstanciales fantasmas de agonía que rozaban el cauce de su profesión de enfermera.
Se permitía con ellos escuetos monólogos que casi siempre eran los mismos, con probados logros de efectividad.
Así, solo así, podía haber sobrevivido en medio de tanta muerte cotidiana.
Pero una tarde, poco antes de retirarse a su casa de solterona, cuando librada de sus desperdicios a un viejo frío como el profundo mar, creyó verle en los apagados ojos un destello de atención para con ella. Le pareció imposible que uno de esos deshechos pudiera comunicar algo mas que su agonía. Pero en la mañana siguiente, una cuarentona, ya nada más que piel marchita y huesos torpes, al ser alzada para una cura, la miro con un repentino gesto de consideración.
En la tarde, el mismo viejito del día anterior, sacando fuerzas de no se sabe donde, le poso una ano en el hombro, el brazo delgado del moribundo describía una curva grácil.
A la mañana contigua, cuando entro en la sala, casi no resiste la mirada de todos dirigida había ella, detenida de asombro en la puerta.
Aquellos, la sonrisa casi mueca, los hundidos ojos fijos, la observaban con una complicidad entrañable, algo así también, le paso en la otra sala.
Lo que colmo la medida fue en la tarde, la niña agonizante, al echarle los brazos al cuello, el aliento acido.
Por la noche, a solas en su casa, la enfermera moría de un infarto.
Basaba su eficiencia en la enajenación.
Para ella, los enfermos de aquellas dos pequeñas salas de desahuciados eran circunstanciales fantasmas de agonía que rozaban el cauce de su profesión de enfermera.
Se permitía con ellos escuetos monólogos que casi siempre eran los mismos, con probados logros de efectividad.
Así, solo así, podía haber sobrevivido en medio de tanta muerte cotidiana.
Pero una tarde, poco antes de retirarse a su casa de solterona, cuando librada de sus desperdicios a un viejo frío como el profundo mar, creyó verle en los apagados ojos un destello de atención para con ella. Le pareció imposible que uno de esos deshechos pudiera comunicar algo mas que su agonía. Pero en la mañana siguiente, una cuarentona, ya nada más que piel marchita y huesos torpes, al ser alzada para una cura, la miro con un repentino gesto de consideración.
En la tarde, el mismo viejito del día anterior, sacando fuerzas de no se sabe donde, le poso una ano en el hombro, el brazo delgado del moribundo describía una curva grácil.
A la mañana contigua, cuando entro en la sala, casi no resiste la mirada de todos dirigida había ella, detenida de asombro en la puerta.
Aquellos, la sonrisa casi mueca, los hundidos ojos fijos, la observaban con una complicidad entrañable, algo así también, le paso en la otra sala.
Lo que colmo la medida fue en la tarde, la niña agonizante, al echarle los brazos al cuello, el aliento acido.
Por la noche, a solas en su casa, la enfermera moría de un infarto.
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