9 nov 2013

Cuatro amaneceres en la vida de Guillermo Monadi

(fabula philosophica)


«Ya todo está. Los miles de reflejos
Que entre los dos crepúsculos del día
Tu rostro fue dejando en los espejos
Y los que irá dejando todavía»
JORGE LUIS BORGES

«Y ésta es la causa de que exista lo mejor; 
la sabiduría de Dios lo conoce, 
su bondad lo elige 
y su poder lo produce»
GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ


I
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido al baño y luego a la cocina, a preparar su desayuno. Tampoco ha dormido bien la noche anterior. Sus pesadillas siguen aquejándolo. Aunque sólo alcanza a recuperar fragmentos, sabe que el sueño que sueña es siempre el mismo. Ha calentado el café hasta que éste ha comenzado a soltar vapor y ha untado manteca en el pan recién salido de la tostadora. Recuerda, también, que el sueño que sueña lo llena de angustia. Recuerda que en su sueño hay túneles estrechos que se sumergen en profundidades fluorescentes y mecánicas que parecen no tener extensión. Monadi corre a través de esos túneles acudiendo al llamado de una voz que le resulta tan exótica como familiar, tan desconcertante como irresistible.
Esta perturbación habrá de acompañarlo a lo largo de toda su jornada. Y Monadi lo sabe, pues así han transcurrido sus últimas semanas, o quizás sus últimos meses. También sabe que será capaz de disimular su malestar, y eso lo tranquiliza y contraría a un tiempo. Sería inoportuno tener que contestar las preguntas que le formulan sus compañeros de oficina mientras invaden su espacio de trabajo, se sientan sobre su escritorio, lo palmean en el hombro de manera destemplada. Sería inconveniente tener que soportar otro de los sermones que el Sr. Filatelli le dedica mientras juguetea con los útiles de oficina que están sobre su escritorio para dejarlos siempre fuera de su sitio. Sería indeseable tener que lidiar con las demandas vespertinas de su esposa que le habla a los gritos mientras ensucia cada rincón de la cocina con sus imperfectas prácticas culinarias. Pero a la vez, desearía poder comentar su situación con alguien aunque más no fuera para dejar de sentirse tan particular, para procurar una vía de escape de esa sensación que sólo alcanza a describir como una suerte de encierro dentro de sí mismo. 
Pero está seguro de que nadie puede llegar a entenderlo.
La sesión acordada con su psicoanalista no tendrá lugar sino hasta mañana por la tarde, pero al igual que las últimas, en ésta tampoco alcanzará a sentirse aliviado. Monadi, que se ha puesto su camisa blanca y ha ajustado el nudo de su corbata gris, aún no lo sabe, como tampoco sabe que el día en la oficina habrá de ser particularmente difícil. Ha recogido su portafolio con la mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama y ha besado la frente de su esposa. Ésta le ha dicho que por favor no olvide comprar verduras antes de regresar a casa, y se ha vuelto de lado para seguir durmiendo, como de costumbre, en una inadecuada posición diagonal. 
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.

II
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido al baño y luego a la cocina, a preparar su desayuno. La angustia en la que lo envuelven sus pesadillas se acentúa y le invade el alma casi por completo. Intenta convencerse de que se trata de un simple caso de stress –muchas deudas acumuladas, muchos problemas en la oficina, muchas reprimendas como la que Sr. Filatelli hubo de dedicarle la tarde anterior–, pero no lo consigue. Sabe que todo se remite al sueño que sueña, que es siempre el mismo. Ha calentado el café hasta que éste ha comenzado a soltar vapor y ha untado manteca en el pan recién salido de la tostadora. Sabe que los túneles que recorre en el sueño que sueña se van estrechado noche a noche. Sabe también que necesita imperiosamente comprender el mensaje que le dicta esa voz pavorosa e  inevitable. Sabe que debe acercársele, ir en su búsqueda. Pero no se atreve a intentarlo.
Se ha puesto su camisa gris y ha ajustado el nudo de su corbata negra. Se ha quedado unos segundos mirando la ventana del living. No a través de la ventana, sino a la ventana misma. Ha pensado que los vidrios necesitan una buena limpieza, tarea en la que su esposa no parece poner todo el empeño que debiera. También ha pensado qué poco reconocimiento le ha brindado la humanidad al responsable de semejante invento. Si los pasillos que recorre en su sueño tuvieran ventanas, quizás no sentiría esta especie de claustrofobia personal. 
Ha recogido su portafolio con la mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama y ha besado la frente de su esposa. Ésta le ha dicho que esta vez, por el amor de Dios, no olvide comprar verduras, y se ha vuelto de lado para seguir durmiendo, como de costumbre, en una inadecuada posición diagonal. 
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.

III
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido al baño y luego a la cocina, a preparar su desayuno. Su psicólogo no hubo de ayudarlo en la sesión de ayer, pero eso ya no le importa. La voz que le habla en sus sueños suena ahora clara y distinta, y lo acompaña en su vigilia. Ya no le resulta espantosa. Ya no siente deseos de alejarse de ella. Ha calentado el café hasta que éste ha comenzado a soltar vapor y ha untado manteca en el pan recién salido de la tostadora. Por la tarde, el Sr. Filatelli habrá de amenazarlo con el despido por la sumatoria de sus distracciones y las sumatoria de los dineros que estas distracciones le cuestan a la empresa. En su efusividad, habrá de acercársele tanto que llegará a salpicarle los anteojos con saliva. Monadi simulará escucharlo, pero en realidad sólo podrá prestarle atención a la voz de su sueño. Esa voz que le dice que ya todo está decidido desde siempre, que es absurdo desear que las cosas fueran de otra manera, y más absurdo todavía lamentarse por no poder cambiarlas. Esa voz que también le recuerda que él, como todos, lleva dentro un mandato, un precepto tan terminante como ineludible que le corresponde cumplir.  
Se ha puesto su camisa celeste y ha ajustado el nudo de su corbata azul. Ha mirado a la ventana del living por sobre su hombro con el desprecio de quien observa un invento innecesario. Sabe que la voz le ha dado la clave para vencer de una vez y para siempre su sensación de encierro: sólo cumpliendo con aquello que debe hacer podrá sentirse parte definitiva del Universo. Qué hacer –y no por qué– es la pregunta que lo aqueja, aquello que imperiosamente necesita comprender. Y por la noche habrá de lograrlo. 
Monadi ha recogido su portafolio con su mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama y ha besado la frente de su esposa. Ésta le ha dicho que por una vez en su vida deje de lado sus habituales distracciones, que comprenda que habitar un hogar implica ciertas obligaciones, que ella no puede estar haciéndose cargo de todo y que no se le ocurra regresar sin haber comprado verduras, y se ha vuelto de lado para seguir durmiendo, como de costumbre, en una inadecuada posición diagonal. 
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.

IV
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido a la cocina, sin pasar por el baño. 
Ha regresado a su cuarto sin haber desayunado.

Monadi se ha puesto su camisa verde y ha ajustado el nudo de su corbata marrón, sin reparar siquiera en la ventana del living. Ha comenzado a sentirse aliviado. En su sueño de la noche anterior, por fin había comprendido –o quizás recordado– lo que debe hacer. Qué debe hacer y no por qué debe hacerlo, pues el por qué se encuentra desde siempre más allá de lo que los hombres pueden llegar a conocer y menos aún a cuestionar, garantizado por Aquel que ya ha tomado todas las decisiones –las que fueron, las que son, las que serán– de la manera más perfecta. Habiendo comprendido su misión, su lugar dentro del Plan Divino, ahora sí habría de dejar atrás esa sensación de encierro que estuvo aquejándolo durante toda su vida. Ha entendido qué lugar debe ocupar dentro del Universo para sentirse finalmente parte de Él. 
Monadi ha recogido su portafolio con su mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama, pero no ha besado la frente de su esposa. La sangre le ha dado impresión. Ha acomodado el cuerpo en la posición correcta que siempre debió haber ocupado. Ya no habrá de tolerar que otros atenten contra la Armonía Preestablecida. Ya no habrá de permitir semejante ofensa. Por eso y para esom, Aquel que ya todo lo sabe le ha reservado un sitio en este mundo. Así se lo había hecho saber la Voz. Y esa misma mañana, él habría de encargarse de que el Sr. Filatelli también se enterara.
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario