“…y se sentía que todo estaba decidido desde siempre”.
JULIO CORTÁZAR
En una noche primaveral y húmeda, de esas que tanto lo inspiraban, Adrián Fúriga se sentó en el sillón de su ático ante el desvencijado escritorio de caoba que perteneciese a su bisabuelo. Como siempre, afiló el lápiz con la navaja que un escritor alto y barbudo, de mirada acuosa, le había regalado cuando él era apenas un niño. Tras el ritual, comenzó a trabajar sin sospechar que las páginas que produciría esa noche marcarían su destino.
No necesitó distender la muñeca. Las frases brotaban con naturalidad asombrosa, y el joven narrador se exaltaba por los caminos que la historia iba tomando.
Encontró a su personaje recién salido de un profundo sueño, perdido en medio de una ciudad desconocida, nocturna, desierta. Un mandato le carcomía las entrañas, un designio insoportable, el decreto de un dios mundano e ineludible.
Se lanzó calle abajo, tropezando con las baldosas flojas, ahuyentando gatos y otros seres nocturnos. Sabía, sin entender cómo, que la calle terminaría en una estación de tren abandonada, y que al otro lado del andén más lejano se toparía con una casa vieja. Y sabía también que en el altillo, ahí donde se veía una luz tenue en la ventana, encontraría a un joven sentado en un sillón extrañamente alto, escribiendo sobre un viejo escritorio.
Hasta esa habitación llegó el protagonista empuñando cómo única arma asesina una navaja que, cuando él era apenas un niño, le había regalado un escritor de mirada acuosa, alto y barbudo.
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