9 nov 2013

Un regalo para Francisco


Quise encontrar un obsequio, 
el más sencillo, el más humilde,              
el que en su pequeñez                                      
pudieras aceptar sin ofenderte.                         
Pensé que podría comprarlo y fui a la tienda              
pero ningún objeto me conformaba.
Entonces escuché una voz santa que me dijo:
"... a quien tiene a Dios, nada le falta,
sólo Dios, basta."
Creí ser poeta para ofrecerte palabras:
pero las hallé superfluas, pomposas, gastadas...
Hui de mí y perseverante
busqué en la tierra
pero hasta una semilla me pareció excesiva
pues podría albergar un árbol.
Cuando divisé la pradera
mi corazón vibró alegre,
pero intuí al momento que tú no aprobarías
que le restara una sola de sus flores silvestres.
Busqué entonces en el mar
y no hallé un confín
que tu nombre no hubiera alcanzado
y en toda su inmensidad
sólo tenías amigos.
Desafiante, me atreví hasta el abismo
y como un cielo vuelto al revés
lo encontré poblado de estrellas marinas.
Pero cuando tuve una en mis manos
creí que no podrías ser feliz
sabiendo que cada noche al cielo marino
le faltaría esa estrella...
Busqué entonces en el aire
respetando las abejas, luciérnagas, mariposas
y todas las criaturas vivientes,
pues tú no querrías detener sus alas
ni perturbar su vuelo.
Procuré traerte el aroma
sosegado y puro de las hierbas,
del hogar encendido y los jazmines...
pero no pude conservarlos.
Quise igualar el canto de la alondra,
el murmullo del río, el silbido del viento
cuando exhala en los campos profundos...
pero mi voz fue demasiado torpe.
Por un largo instante logré retener,
resbalando por mis dedos,
unas gotas del rocío temprano...
pero frescas y transparentes retornaron al aire.
Quedé entonces en silencio, desconsolado,
bajo el azul infinito
que mis ojos no podrían reflejar...
¿Francisco, pensé, en tu amorosa humildad,
es que no hallaría nada que pudiera agradarte...?
De pronto un árbol dejó caer una de sus hojas
que se depositó frente a mí en el suelo.
Luego otra, que llegó meciéndose en la brisa
hasta mis manos que la recibieron sin querer.
Luego otra, otra, y otra más,
hasta que sentí que el árbol, compasivo,
estaba dispuesto a entregarse por entero
y desnudar sus ramas
con tal de consolarme.
Tanto era su amor
que brotaron mis lágrimas
como un manantial redentor y agradecido.
Las hojas del árbol
continuaron descendiendo generosas
en una bendición inacabable...
Entonces pude comprender... y sonreí.
Y sonrieron conmigo los campos, las aves y los arroyos.
La brisa se detuvo
y ya no volvieron a caer más hojas...
El regalo que produjo la sensibilidad de aquél árbol
es el que ahora quiero ofrecerte:
el amor de una sonrisa.
Un obsequio humilde y efímero
que puedes multiplicar y compartir sin miedo
como los panes y los peces,
hasta que todos unidos a Jesús
habitemos finalmente el Reino de Dios.


Por amor a la patria

Para Diario - La Nación



Con el correr de los años, desde hace ya demasiado tiempo, el concepto de "patria", gracias a las exageraciones habidas, fue desvaneciéndose hasta pasar a ser vergonzoso o propio de extremistas. Eso pasó entre nosotros y en muchos países: la universalidad enarbolada, gracias a las comunicaciones y a la expansión de los imperios casi redujo el término "patria" al ridículo.
Pero las cosas no son tan así. Al vaciarse las naciones de ese término entrañablemente unificador (casi no es necesario recordar que "patria" significa ´tierra de los padres, tierra sagrada´), los pueblos se vieron desorientados. Recordemos que lo cosmopolita es fruto de una abusiva imaginación del hombre. Los pueblos se unifican por sus símbolos: una bandera, una cultura y un territorio.
Pero vayamos a nosotros. Recordemos que hasta no hace mucho pronunciar la palabra "patria" en un tono un tanto elevado nos llevaba a ser tomados por patrioteros, por exagerados ciudadanos que abusaban de su nacionalidad. Esta situación se prolongó demasiado, y entonces saltamos la valla y nos pusimos en la antipatria, trabajo sistemático en el que todavía estamos empeñados. Nuestro territorio no nos produce nada de orgullo. Todo lo contrario: somos un pozo de irregularidades, bajezas, desórdenes y todo tipo de delitos. Cada conciudadano está, a priori, bajo sospecha; toda acción tiene que tener un trasfondo deleznable, toda frase tiene doble sentido. Así, nos sentimos tranquilos, satisfechos de que nada tenga valor, de que nada sea loable, de que todo esté irremediablemente perdido. De esta manera estamos en paz en medio de la inequidad.
Hemos encontrado el estado ideal del nihilismo: al entrar en esta patria, hemos dejado toda esperanza, toda posibilidad de algo noble.
En las tertulias de intelectuales, en los cafés, en las mesas familiares y, sobre todo, en los programas periodísticos o de cualquier otra índole, es gracioso y, paradójicamente, aun edificante que hablemos mal de nosotros mismos.
Esta práctica lleva ya demasiado tiempo; nos estamos comiendo las entrañas sistemáticamente, luego de destriparnos. Eso no le hace bien a ninguna sociedad, por más canalla que sea.
Así como Plinio decía que hasta en el peor de los libros encontraremos algo valioso, en la peor de las sociedades siempre subyace algo de valor. Tenemos que abandonar esta sistemática práctica que, fuera de la realidad, nos hace sentir cada vez peor y nos hace renegar de nuestro entorno como si estuviéramos en el peor de los infiernos, aunque esto fuera cierto.
Un adolescente alienado mató a varios condiscípulos en Carmen de Patagones. Fue una masacre, algo que hirió a todo el país. Pero también vimos -y nadie lo subrayó- de qué manera pura y sensata declaraban ante las cámaras sus atónitos compañeros sobrevivientes; con qué lenguaje límpido, magníficamente adjetivado, se expresaban esos chicos, habitantes de un rinconcito de la patria. Fue necesario ese drama para que supiéramos que, además de los chicos asesinos que rondan nuestras calles de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires, hay otros chicos, la mayoría, que silenciosamente labran su incierto porvenir en todos los rincones de nuestra patria. También en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires.
Sería bueno, entonces, destacar y recomendar -o, por lo menos, pedir que los consideraran- a todos esos compatriotas, que sin grandes gestos están forjando la patria con sus humildes vidas.
Es espantosa e inadmisible la inequidad que estamos sufriendo. Nunca fue tanta: ni en los albores de nuestra patria, ni en las guerras civiles, ni el gran desconcierto de los años 30. Ahora la inequidad es infinitamente más grande, porque la riqueza es infinitamente más grande.
Pero, aparte de esta realidad lacerante que debemos corregir en lo inmediato y sobre la marcha, existe una Argentina que sigue construyendo: estudiantes bajo la línea de pobreza que continúan con sus estudios; humildes fabricantes que mantienen su empresa y la hacen producir a pesar de todo; profesionales que investigan; maestros que viajan leguas todos los días para instruir y para dar de comer a sus alumnos; hombres de la tierra que con esfuerzo infinito logran cultivar y recoger su cosecha; padres de familia que trabajan de sol a sol para que coman sus hijos; adolescentes que trabajan más que los adultos, pagados con sueldos míseros. Todas estas personas y tantas más están haciendo la patria con lo que pueden, con lo que tienen a mano. Toda esta gente se merece el respeto de todos nosotros y no debe ser humillada con las ironías que gastamos a diario, que ya se nos han hecho carne y que nos vemos obligados a repetir cotidianamente, para no perder brillantez.
Los argentinos nos merecemos y tenemos todo el derecho de ganarnos el respeto de los propios argentinos. Así comenzaremos a ser una nación, sin desgarrarnos, sin destruirnos sistemáticamente, valorándonos por nuestras pequeñas cosas de todos los días, por nuestros esfuerzos indefectibles, por nuestra necesaria esperanza, por encima de toda ideología, por encima de toda creencia, teniendo en la mira la ilusión de estar formando la patria que nos merecemos. 

El pseudo Descartes en Borges

"No corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (...) la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo general y la historia, lo particular". 
Aristóteles





Descartes busca afanosamente una verdad indubitable, un camino universalmente abierto a todos los que participen de la razón y del buen sentido. 
"He advertido hace a algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias" 
Declara en primer término que no aceptará como verdadera ninguna cosa que no se sepa con evidencia que lo es. En segundo lugar explica que es necesario “Dividir cada dificultad en cuentas partes sea posible y en cuantas requiera su mejor resolución”. Como tercera proposición plantea: “Conducir ordenadamente los pensamientos” empezando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender gradualmente a los más complejos. Por último, sostiene en su cuarta proposición: “hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales que se llegue a estar seguro de no omitir nada”. Estás cuatro reglas definen las características principales del método. 
Para el filósofo, no puede aceptarse en principio ninguna verdad a menos que sea evidente, asimismo la evidencia debe ser clara y distinta. En consecuencia toda formulación verdadera se compone en base a evidencias o nociones relacionadas con ella. El espíritu se encargará se encargará de distinguir lo simple de lo compuesto.
Descartes quiere fundamentar que el espíritu por ser sujeto pensante posee en sí mismo, ideas innatas  con las cuales trabaja el pensamiento, el cual deduce por ellas, mediante relación y comparación. Este trabajo insobornable tiene como regla su “duda metódica” que va eliminado gradualmente cuantas objeciones se le presentan.
Descartes procede a dudar de todo, no sólo del mundo sensible sino también de las verdades matemáticas. Este proceso de la duda alcanza su extremo en la hipótesis del “Genio Malino”
Señala: “Pudiera existir un genio maligno omnipotente que se propusiera engañar al hombre en todos sus juicios, inclusive en aquellos que, como los matemáticos, parecen estar fuera de toda sospecha”. Llevado a cabo este proceso de duda advierte que hay algo que no puede dudar.
La duda tiene como límite infranqueable, una evidencia, el “Ergo Cogito Sum”: Yo pienso, luego yo existo, yo soy por lo tanto una cosa pensante, algo que permanece ante la duda. El cogito es la evidencia singular, la idea clara y distinta. 
Jorge Luis Borges escribió en su libro La cifra (1981) el poema Descartes, que paso a analizar: 

Descartes
Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre
Acaso un dios me engaña.
Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.
Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.
He soñado la tarde y la mañana del primer día.
He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron Cartago.
He soñado a Lucano.
He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma.
He soñado la geometría.
He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.
He soñado el amarillo, el azul y el rojo.
He soñado mi enfermiza niñez.
He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo al alba.
He soñado el inconcebible dolor.
He soñado mi espada.
He soñado a Elisabeth de Bohemia.
He soñado la duda y la certidumbre.
He soñado el día de ayer.
Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.
Acaso sueño haber soñado.
Siento un poco de frío, un poco de miedo.
Sobre el Danubio está la noche.
Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

Es necesario tener en cuenta dos características de la obra literaria de Borges. La primera, según propia confesión, es “riesgosamente autobiográfica”; la segunda, considera a la filosofía como una rama de la literatura fantástica. Bajo esta perspectiva, subjetiva y esencialmente estética, es que deben interpretarse las alusiones al pensamiento del filósofo francés en este bello poema. 
El célebre Cogito aparece aquí desplazado al mundo onírico, 

Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.

El poeta parece querer decir: Sueño, por lo tanto, mi existencia es irreal. A diferencia de Descartes que sostiene que él mismo es una sustancia pensante, Borges sugiere una sustancia soñante; es decir, disuelve  la certidumbre que la conciencia inmediata de la existencia da al argumento de descartes, por medio de la irrealidad del sueño. 
He soñado la duda y la certidumbre.

El poeta hace una caprichosa, pero valida literariamente, transformación del pensador francés en el sabio chino que soñó ser una mariposa sin poder determinar luego, si El mismo no sería soñado por una mariposa. 
El dominio de lo soñado alcanza aun el reino de los entes matemáticos:

He soñado la geometría.
He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.

Llorar sobre la leche derramada

Para Diario - LA NACION


En 1984, los directivos de una editorial, hoy desaparecida, sabedores de nuestra amistad con Borges, nos pidieron que gestionáramos un prólogo del escritor para un libro que tendría el prometedor título de La maravillosa Argentina. La obra llevaba la loable intención de hacer conocer aspectos turísticos de nuestro país.
Borges aceptó hacerlo, pero con su sarcasmo habitual logró una pintura precisa de nuestra sociedad que, obviamente, no se avenía con el título editorial. El análisis del escritor fue lapidario; releyéndolo ahora, parece escrito en estos días.
Como siempre, contra toda semántica social, los argentinos seguimos siendo lo que fuimos: indiferentes a todo hecho y escandalizados ante todo hecho. La desgracia es una presencia a la que el hombre está acostumbrado, mucho más que a la alegría. Sufrimos a diario, pero no nos alegramos a diario. Tal vez sea que estas desdichas están relacionadas con nuestra inconmensurable ambición. Poco pretendes o poco tienes, poco pierdes.
Debemos asumir de una vez por todas que somos el país más desordenado del mundo. Es posible que funcione el servicio meteorológico, algún departamento de la carrera de ciencias matemáticas, un puñado de quirófanos y las máquinas tragamonedas, pero todo el resto es un caos al que nos hemos acostumbrado desde hace decenios y a pesar de ello la vida sigue siendo vida de alguna forma.
¿Cómo arreglar todo esto? Simplemente con paciencia y orden, mucho orden.
No un orden militar, sino un orden al que nos lleve la coherencia. No decimos que el orden militar sea incoherente, pero es otro orden, que sirve en los cuarteles.
Toda sociedad, para que sea tal y no una horda, debe tener sus jerarquías, sus principios y fines, y su clara ley de juego; de lo contrario, todo se descompone en un desorden inservible.
"Al principio fue el caos", sí, pero al principio. Ninguna sociedad es "conviviente" sin que se aprenda y se imponga el principio del orden, que se acerca más a la armonía que al desbarajuste. Esto se arregla intentando un respeto del uno hacia el otro, aun dentro de una sociedad desquiciada. La trama de los justos es algo que al principio no se nota, pero que, por una simple cuestión lógica, va ganando adeptos, aunque sea en Gomorra.
La descomunal muchedumbre que resulta la Argentina no será armonizada ni con discursos, ni con arengas; ni siquiera con cañonazos. La solución viene de abajo; cada uno de nosotros, al menos instintivamente, sabe de las ventajas que puede traer un orden social; hasta los delincuentes lo saben.
¿Tenemos un culpable? Sí, todos nosotros, pero en distintos grados. Don Angel, el vecino de mi esquina, ha contribuido a ese desorden mucho menos que el más humilde de los políticos. Confundimos al adversario como enemigo; hasta en el fútbol se ve. Desmontamos despiadadamente todo lo que se hizo en un gobierno anterior, sea bueno o malo. Los leones matan a los cachorros de la leona con la que quieren iniciar un romance; algo parecido somos nosotros: hacemos del pasado un gran cementerio de culpables.
Puede ser que no sea así la cosa; puede ser que el presente y el futuro sea lo que nos debe preocupar y tratar de mejorar. Como la mujer de Lot, todos mirando hacia atrás nos hemos convertido en estériles estatuas de sal.
No, el pasado no se olvida: es nuestra referencia esencial; a eso se llama experiencia; pero no es posible que los muertos nos rijan porque tienen un criterio poco transmisible.
A los pobres muertos debemos honrarlos y dejarlos en paz y, con nosotros, futuros muertos, tendremos que ser lo más considerados posibles, para que el resto de nuestras vidas no tenga tanto horror como el que tuvieron ellos. Si todo el pasado ocupa el presente, como ocurre, no hay futuro. O el futuro es solamente para Dios, como escribió Sor Juana Inés de la Cruz.

Un terrible episodio 
Hace poco tiempo, una noche de fiesta se transformó en una noche de horror en la que murieron asfixiados o carbonizados un grupo enorme de nuestros chicos.
Pues bien, nuestro lord major cerró todos los negocios que se dedicaban al baile y al culto de la música. Así nomás, sin pensarlo mucho, privó a millares y millares de jóvenes de su esparcimiento de sábado. Esta es una actitud antojadiza que nada tiene que ver con la prevención. Si alguien se intoxica con un vino, no hay que prohibir todas las botellas.
Digamos que, aparte de desordenados, somos también incoherentes, por barrer la tierra debajo de la alfombra.
En las compañías comerciales que triunfan, siempre hay una oficina de organización y método. Como su nombre lo señala, su labor es organizar y metodizar la compañía a la que pertenecen.
Pareciera que en nuestro Estado esa organización no existe o simplemente se oculta. Estamos viendo demasiado seguido que un decreto de hoy se invalida con un decreto de mañana, simplemente porque las cosas no se meditan: eclosionan como hongos, sin calcular las consecuencias.
Hace unos años, un choque de ruta entre un micro de larga distancia y un automóvil, provocó un incendio y una considerable suma de muertos. Vinieron entonces las inspecciones masivas del caso, el dar vuelta todo como una media. ¿Tenemos ahora esos transportes impecables que suponemos que son revisados día tras día? No, no es así. Esos controles habrán durado dos o tres meses y se volvió nuevamente a lo que somos. Los micros aún tienen grabados los 90 kilómetros de velocidad máxima, pero si vamos en automóvil por una ruta a 120, vemos que esto no se cumple.
La solución está basada, ineludiblemente, en la educación, que enseña el orden y la convivencia y que enseña la ciencia. Pero está visto que, entre nosotros, esto tampoco funciona. Los exámenes de ingreso a las universidades son un bochorno; el porcentaje de aprobados es ínfimo y por lo que llegamos a ver en las imágenes de los noticieros también resultaban risibles para ese mismo alumnado que había sido examinado.
Entonces, repetimos: educación, orden y coherencia deben ser nuestras consignas.
La educación hay que empezarla ahora y el resultado quizá lleve años, ya que no se hace un estudioso en dos meses. El orden podemos intentarlo desde ahora, valiéndonos "de las ordenanzas con que ya contamos". Y para finalizar, es posible que así la necesaria coherencia vaya ganando a todos, aun a los que no lo entiendan. 

AUSENCIA


Déjame ir, ya nada puedo darte,    
porque todo te di que fuera mí
y la vida se hiela como un río
que pierde la razón de prolongarse.
Ya no intentes siquiera aproximarte
hasta el filoso umbral de mi vacío,
poco a poco me abrazo con el frío
de mármol incapaz de acariciarte.
Pero hubo un tiempo claro y vespertino
en que me reflejaba cristalino
a la luz evasiva de tus ojos.
Y en la noche regreso descubierto
a la rada serena de tu puerto
en donde sin querer fuimos dichosos.

La condenación de Adrián Fúriga


“…y se sentía que todo estaba decidido desde siempre”.
JULIO CORTÁZAR



En una noche primaveral y húmeda, de esas que tanto lo inspiraban, Adrián Fúriga se sentó en el sillón de su ático ante el desvencijado escritorio de caoba que perteneciese a su bisabuelo. Como siempre, afiló el lápiz con la navaja que un escritor alto y barbudo, de mirada acuosa, le había regalado cuando él era apenas un niño. Tras el ritual, comenzó a trabajar sin sospechar que las páginas que produciría esa noche marcarían su destino. 
No necesitó distender la muñeca. Las frases brotaban con naturalidad asombrosa, y el joven narrador se exaltaba por los caminos que la historia iba tomando.
Encontró a su personaje recién salido de un profundo sueño, perdido en medio de una ciudad desconocida, nocturna, desierta. Un mandato le carcomía las entrañas, un designio insoportable, el decreto de un dios mundano e ineludible. 
Se lanzó calle abajo, tropezando con las baldosas flojas, ahuyentando gatos y otros seres nocturnos. Sabía, sin entender cómo, que la calle terminaría en una estación de tren abandonada, y que al otro lado del andén más lejano se toparía con una casa vieja. Y sabía también que en el altillo, ahí donde se veía una luz tenue en la ventana, encontraría a un joven sentado en un sillón extrañamente alto, escribiendo sobre un viejo escritorio.
Hasta esa habitación llegó el protagonista empuñando cómo única arma asesina una navaja que, cuando él era apenas un niño, le había regalado un escritor de mirada acuosa, alto y barbudo.


Cuatro amaneceres en la vida de Guillermo Monadi

(fabula philosophica)


«Ya todo está. Los miles de reflejos
Que entre los dos crepúsculos del día
Tu rostro fue dejando en los espejos
Y los que irá dejando todavía»
JORGE LUIS BORGES

«Y ésta es la causa de que exista lo mejor; 
la sabiduría de Dios lo conoce, 
su bondad lo elige 
y su poder lo produce»
GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ


I
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido al baño y luego a la cocina, a preparar su desayuno. Tampoco ha dormido bien la noche anterior. Sus pesadillas siguen aquejándolo. Aunque sólo alcanza a recuperar fragmentos, sabe que el sueño que sueña es siempre el mismo. Ha calentado el café hasta que éste ha comenzado a soltar vapor y ha untado manteca en el pan recién salido de la tostadora. Recuerda, también, que el sueño que sueña lo llena de angustia. Recuerda que en su sueño hay túneles estrechos que se sumergen en profundidades fluorescentes y mecánicas que parecen no tener extensión. Monadi corre a través de esos túneles acudiendo al llamado de una voz que le resulta tan exótica como familiar, tan desconcertante como irresistible.
Esta perturbación habrá de acompañarlo a lo largo de toda su jornada. Y Monadi lo sabe, pues así han transcurrido sus últimas semanas, o quizás sus últimos meses. También sabe que será capaz de disimular su malestar, y eso lo tranquiliza y contraría a un tiempo. Sería inoportuno tener que contestar las preguntas que le formulan sus compañeros de oficina mientras invaden su espacio de trabajo, se sientan sobre su escritorio, lo palmean en el hombro de manera destemplada. Sería inconveniente tener que soportar otro de los sermones que el Sr. Filatelli le dedica mientras juguetea con los útiles de oficina que están sobre su escritorio para dejarlos siempre fuera de su sitio. Sería indeseable tener que lidiar con las demandas vespertinas de su esposa que le habla a los gritos mientras ensucia cada rincón de la cocina con sus imperfectas prácticas culinarias. Pero a la vez, desearía poder comentar su situación con alguien aunque más no fuera para dejar de sentirse tan particular, para procurar una vía de escape de esa sensación que sólo alcanza a describir como una suerte de encierro dentro de sí mismo. 
Pero está seguro de que nadie puede llegar a entenderlo.
La sesión acordada con su psicoanalista no tendrá lugar sino hasta mañana por la tarde, pero al igual que las últimas, en ésta tampoco alcanzará a sentirse aliviado. Monadi, que se ha puesto su camisa blanca y ha ajustado el nudo de su corbata gris, aún no lo sabe, como tampoco sabe que el día en la oficina habrá de ser particularmente difícil. Ha recogido su portafolio con la mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama y ha besado la frente de su esposa. Ésta le ha dicho que por favor no olvide comprar verduras antes de regresar a casa, y se ha vuelto de lado para seguir durmiendo, como de costumbre, en una inadecuada posición diagonal. 
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.

II
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido al baño y luego a la cocina, a preparar su desayuno. La angustia en la que lo envuelven sus pesadillas se acentúa y le invade el alma casi por completo. Intenta convencerse de que se trata de un simple caso de stress –muchas deudas acumuladas, muchos problemas en la oficina, muchas reprimendas como la que Sr. Filatelli hubo de dedicarle la tarde anterior–, pero no lo consigue. Sabe que todo se remite al sueño que sueña, que es siempre el mismo. Ha calentado el café hasta que éste ha comenzado a soltar vapor y ha untado manteca en el pan recién salido de la tostadora. Sabe que los túneles que recorre en el sueño que sueña se van estrechado noche a noche. Sabe también que necesita imperiosamente comprender el mensaje que le dicta esa voz pavorosa e  inevitable. Sabe que debe acercársele, ir en su búsqueda. Pero no se atreve a intentarlo.
Se ha puesto su camisa gris y ha ajustado el nudo de su corbata negra. Se ha quedado unos segundos mirando la ventana del living. No a través de la ventana, sino a la ventana misma. Ha pensado que los vidrios necesitan una buena limpieza, tarea en la que su esposa no parece poner todo el empeño que debiera. También ha pensado qué poco reconocimiento le ha brindado la humanidad al responsable de semejante invento. Si los pasillos que recorre en su sueño tuvieran ventanas, quizás no sentiría esta especie de claustrofobia personal. 
Ha recogido su portafolio con la mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama y ha besado la frente de su esposa. Ésta le ha dicho que esta vez, por el amor de Dios, no olvide comprar verduras, y se ha vuelto de lado para seguir durmiendo, como de costumbre, en una inadecuada posición diagonal. 
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.

III
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido al baño y luego a la cocina, a preparar su desayuno. Su psicólogo no hubo de ayudarlo en la sesión de ayer, pero eso ya no le importa. La voz que le habla en sus sueños suena ahora clara y distinta, y lo acompaña en su vigilia. Ya no le resulta espantosa. Ya no siente deseos de alejarse de ella. Ha calentado el café hasta que éste ha comenzado a soltar vapor y ha untado manteca en el pan recién salido de la tostadora. Por la tarde, el Sr. Filatelli habrá de amenazarlo con el despido por la sumatoria de sus distracciones y las sumatoria de los dineros que estas distracciones le cuestan a la empresa. En su efusividad, habrá de acercársele tanto que llegará a salpicarle los anteojos con saliva. Monadi simulará escucharlo, pero en realidad sólo podrá prestarle atención a la voz de su sueño. Esa voz que le dice que ya todo está decidido desde siempre, que es absurdo desear que las cosas fueran de otra manera, y más absurdo todavía lamentarse por no poder cambiarlas. Esa voz que también le recuerda que él, como todos, lleva dentro un mandato, un precepto tan terminante como ineludible que le corresponde cumplir.  
Se ha puesto su camisa celeste y ha ajustado el nudo de su corbata azul. Ha mirado a la ventana del living por sobre su hombro con el desprecio de quien observa un invento innecesario. Sabe que la voz le ha dado la clave para vencer de una vez y para siempre su sensación de encierro: sólo cumpliendo con aquello que debe hacer podrá sentirse parte definitiva del Universo. Qué hacer –y no por qué– es la pregunta que lo aqueja, aquello que imperiosamente necesita comprender. Y por la noche habrá de lograrlo. 
Monadi ha recogido su portafolio con su mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama y ha besado la frente de su esposa. Ésta le ha dicho que por una vez en su vida deje de lado sus habituales distracciones, que comprenda que habitar un hogar implica ciertas obligaciones, que ella no puede estar haciéndose cargo de todo y que no se le ocurra regresar sin haber comprado verduras, y se ha vuelto de lado para seguir durmiendo, como de costumbre, en una inadecuada posición diagonal. 
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.

IV
Guillermo Monadi ha abierto los ojos, como todos los días, quince segundos antes de que su despertador diera las 6:30. Se ha levantado en silencio para no despertar a su mujer, se ha calzado sus pantuflas –la derecha primero–, y ha ido a la cocina, sin pasar por el baño. 
Ha regresado a su cuarto sin haber desayunado.

Monadi se ha puesto su camisa verde y ha ajustado el nudo de su corbata marrón, sin reparar siquiera en la ventana del living. Ha comenzado a sentirse aliviado. En su sueño de la noche anterior, por fin había comprendido –o quizás recordado– lo que debe hacer. Qué debe hacer y no por qué debe hacerlo, pues el por qué se encuentra desde siempre más allá de lo que los hombres pueden llegar a conocer y menos aún a cuestionar, garantizado por Aquel que ya ha tomado todas las decisiones –las que fueron, las que son, las que serán– de la manera más perfecta. Habiendo comprendido su misión, su lugar dentro del Plan Divino, ahora sí habría de dejar atrás esa sensación de encierro que estuvo aquejándolo durante toda su vida. Ha entendido qué lugar debe ocupar dentro del Universo para sentirse finalmente parte de Él. 
Monadi ha recogido su portafolio con su mano derecha. Ha regresado a su cuarto, se ha inclinado sobre su cama, pero no ha besado la frente de su esposa. La sangre le ha dado impresión. Ha acomodado el cuerpo en la posición correcta que siempre debió haber ocupado. Ya no habrá de tolerar que otros atenten contra la Armonía Preestablecida. Ya no habrá de permitir semejante ofensa. Por eso y para esom, Aquel que ya todo lo sabe le ha reservado un sitio en este mundo. Así se lo había hecho saber la Voz. Y esa misma mañana, él habría de encargarse de que el Sr. Filatelli también se enterara.
Guillermo Monadi ha entrado en el ascensor, ha pulsado el botón de la planta baja con el índice de la mano izquierda y ha salido del edificio en el que vive en dirección a la parada del colectivo, como todos los días, quince segundos antes de que las agujas de su reloj pulsera marquen las 7:20.